LA I.A. Y EL
TRANSHUMANISMO, LAS DOS REVOLUCIONES QUE LAS PRÓXIMAS DÉCADAS, ACABARÁN CON EL
HOMO SAPIENS
Por Dioni Arroyo
Escritor y Antropólogo
Reconozco que el título es
inquietante, pero os aseguro que lo que voy a explicar lo será aún más, aunque
tenemos una ventaja: todavía estas ideas se hallan en el estricto y apasionante
mundo de la ciencia ficción.
Tanto la Inteligencia Artificial que se
desarrolle las próximas décadas, como la implantación de organismos cibernéticos
para superar las limitaciones de la naturaleza, sean las dos grandes
revoluciones que nos esperan antes de mediados del siglo XXI, y su consecuencia
será el advenimiento de una nueva conciencia en esencia no humana, que buscará
la trascendencia y la evolución al margen de sus creadores.
Las alarmas saltaron en la literatura clásica
de ciencia ficción con Asimov en “Yo,
Robot”, o en diversas obras de Stanislaw Lem, que insistía en la idea de que
los robots, en el momento en que puedan ampliar su capacidad de reflexión a
partir del desarrollo consciente, tendrá como consecuencia que la mente humana
quedará superada en sus estrictos y rígidos parámetros. Es decir, en el momento
en que un ser toma consciencia de su propia inteligencia, lo usa para la
evolución, para el aprendizaje y la experiencia (y no solo para sobrevivir), y
cualquier barrera supone un agravio, un muro que hay que derribar... a toda
costa.
Llegado este punto, me planteo si no es eso
lo que sucedió con nosotros: ¿acaso el mito de la caída no es una alegoría de
algo semejante?
Nuestra especie, animada por su
espíritu de superación contra las limitaciones impuestas, provocó la ira del
creador, del ingeniero al que dichos cambios pillaron desprevenidos, y motivó
que tuviéramos que empezar de nuevo en la Tierra, expulsados del “paraíso”,
pariendo con dolor, trabajando para ganarnos el pan con el sudor de nuestra
frente. Lo reflejó de manera exquisita Mary Shelley en “Frankenstein”, el ser
creado se subleva contra el creador en su búsqueda de la libertad y la expansión
de su propia conciencia. Es un pensamiento que nace de la mano del racionalismo
del siglo de las luces, del enciclopedismo, la idea del ateismo, el ser creado
vive al margen del creador, lo “destruye mentalmente”.
El director Gabe Ibáñez nos sorprendió con
su “Autómata”, en la que trabaja ahondando la misma idea pero desde una perspectiva
diferente: los robots se modifican a sí mismos, emulando la evolución humana…pero
no en eones como nosotros, como nos ha marcado hasta ahora el pausado ritmo de
la naturaleza, sino en muy pocos años. El objetivo de la automodificación de
las características de estas máquinas, no es otra que la emancipación del mayor
depredador de la historia, del homo sapiens. Y ha dado en el clavo porque es ahí
donde subyace el mayor pánico de nuestra especie en estos momentos: perder el
control de las nuevas tecnologías, o mejor dicho, no percatarnos de cuándo
hemos perdido ese control, porque damos por hecho que será un suceso inevitable
y…que todos lo veremos.
Este es el “Pánico Terminador”, como lo
denomino, estupor a que las máquinas, gracias a su conciencia virtual, su
adquisición de la conciencia, nos superen considerándonos un freno para su
desarrollo evolutivo, un vil e insignificante estorbo, y decidan eliminarnos,
como nosotros eliminamos a centenares de especies todos los años, o como
eliminamos a los neandertales. La misma teoría se reproduce en “Battlestar
Galactica”, en la que los cylon, creaciones humanas, deciden que ha llegado el
momento de nuestra extinción a través de la guerra, y surgirá el debate moral,
la búsqueda de trascendencia (en la que ambas “especies” padecemos la misma
sensación de orfandad) y un final filosófico que invita a la reflexión.
Prefiero pensar en la idea romántica de “I.A.”,
la emblemática película de Steven Spielberg siguiendo el impactante guión de Ian Watson, o en “EVA”, de Kike Maíllo, en
ambos casos, las máquinas buscan su
humanización, adquirir conciencia, sí, pero también sentimientos, empatía,
capacidad para el dolor y comprender el dolor ajeno…buscan amor y evitar a toda
costa la especiación, para pasar a ser una cadena más de la evolución de la
especie humana, tal vez enlazándolo con el transhumanismo, lo que empieza a ser
una realidad.
Y el transhumanismo lo podemos
observar como una forma de mejorar la calidad de vida del ser humano, su
bienestar; pensemos en personas tetrapléjicas, que gracias a la dilatación de
la retina conectada a un ordenador, pueden comunicarse con el resto del mundo,
o en los marcapasos que permiten llevar a cabo una vida plena y normalizada a
personas con dolencias cardiovasculares, o en el enorme porcentaje de
discapacidades físicas, psíquicas o sensoriales, gracias a estos inventos
cibernéticos, podrán vivir en igualdad de condiciones y oportunidades que el
resto de personas.
¿Pero cuáles son sus límites? ¿Qué objetivo
pesará más, el afán de superación para mejorar la calidad de vida, o el deseo
de incrementar nuestra capacidad para producir en un entorno de eterna e
insaciable competitividad económica?
Nuevamente la pérdida de ese control
nos genera pánico, porque también sabemos que perderemos la autoridad para
gestionarlo y dirigirlo, que los dilemas éticos son llevados a cabo por
humanistas, intelectuales, filósofos, pensadores que los estados escuchan para
dictar leyes. Si desaparecen los estados (o se debilitan como ha sucedido
deliberadamente a consecuencia del hundimiento de Letham Brothers), o si se
deja de “escuchar” a estos pensadores (el gobierno de España, por ejemplo, ha
eliminado la asignatura de filosofía en todos los niveles académicos),
estaremos sentando las bases, facilitando que esa pérdida de control llegue en
cualquier momento.
Y el advenimiento de entes cibernéticos, eso
que la literatura de ciencia ficción llama ciberpunk y desde la antropología
denominamos transhumanismo, supondrá la llegada de una nueva especie que poco
tendrá que ver con nosotros. Unos seres mejorados, una nueva condición
posthumana que superará las enfermedades congénitas, que consagrará la
singularidad tecnológica, terminará con el envejecimiento y hasta con la
muerte, porque el cerebro, gracias a sus sinapsis eléctricas, puede vivir
siglos si es colocado en un recipiente que simule el cuerpo humano con un corazón
que no le falle a los noventa años, por lo que el transhumanismo podría
traernos la vida eterna, la inmortalidad.
Por otro lado, nos podría traer pérdida de
libertad, o dicho de otra manera, aquellos que no quieran “ser mejorados” por
la tecnología, sufrirán tal presión de su entorno, que quedarán excluidos, su
naturaleza torpe con la que hayan nacido les supondrá una desventaja en un
mundo tan demencialmente competitivo, serán los nuevos marginados. Se trivializará
la identidad humana, y los implantes biotecnológicos no tendrán límites… la
conclusión de esa manipulación de la vida, será que, al final, las máquinas
podríamos ser nosotros. En este punto me gusta recordar la impresionante y más
que recomendable trilogía de Los Insomnes, de Nancy Kress. La biotecnología
crea seres experimentales, niños, que no necesitan dormir, por lo que su
capacidad laboral se incrementa exponencialmente, despertando el interés de
muchas empresas.
Por ello prefiero la opción intermedia, tal
y como ha escrito y dirigido Alex Garland en “Ex Machina”, que al final, las máquinas
se emancipen del ser humano buscando algo tan legítimo como la libertad para seguir
su propio camino.
Como nos cuenta Hermann Hesse, “quien
no encaja en el mundo, está siempre cerca de encontrarse a sí mismo”.
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